La Revolución Mexicana, iniciada en 1910, coincidió con un rebrote del interés de los escritores latinoamericanos por sus características distintivas y sus propios problemas sociales. A partir de esa fecha, y cada vez en mayor medida, los autores latinoamericanos comenzaron a tratar temas universales y, a lo largo de los años, han llegado a producir un impresionante cuerpo literario que ha despertado la admiración internacional.
Poesía
En el terreno de la poesía, numerosos autores reflejaron en su obra las corrientes que clamaban por una renovación radical del arte, tanto europeas —cubismo, expresionismo, surrealismo— como españolas, entre la cuales se contaba el ultraísmo, denominación que recibió un grupo de movimientos literarios de carácter experimental que se desarrollaron en España a comienzos del siglo. En ese ambiente de experimentación, el chileno Vicente Huidobro fundó el creacionismo, que concebía el poema como una creación autónoma, independiente de la realidad cotidiana exterior, el también chileno Pablo Neruda, que recibió el Premio Nobel de Literatura en 1971, trató, a lo largo de su producción, un gran número de temas, cultivó varios estilos poéticos diferentes e incluso pasó por una fase de comprometida militancia política, y el poeta colombiano Germán Pardó García alcanzó un alto grado de humanidad en su poesía, que tuvo su punto culminante en Akróteras (1968), un poema escrito con ocasión de los Juegos Olímpicos de México. Por otro lado, surgió en el Caribe un importante grupo de poetas, entre los que se encontraba el cubano Nicolás Guillén, que se inspiraron en los ritmos y el folclore de los pueblos negros de la zona.
La chilena Gabriela Mistral, premio Nobel de Literatura (1945) otorgado por primera vez a las letras latinoamericanas, creó una poesía especialmente interesante por su calidez y emotividad, mientras que en México el grupo de los Contemporáneos, que reunía a poetas como Jaime Torres Bodet, José Gorostiza y Carlos Pellicer, se centró esencialmente en la introspección y en temas como el amor, la soledad y la muerte. Otro mexicano, el premio Nobel de Literatura de 1990 Octavio Paz, cuyos poemas metafísicos y eróticos reflejan una clara influencia de la poesía surrealista francesa, está considerado como uno de los más destacados escritores latinoamericanos de posguerra, y ha cultivado también la crítica literaria y política.
Teatro
El teatro continuó su proceso de maduración en gran cantidad de ciudades latinoamericanas, en especial Ciudad de México y Buenos Aires, en las que se convirtió en un importante vehículo cultural, y vivió un periodo de afianzamiento en otros países, como Chile, Puerto Rico y Perú. En México pasó por una completa renovación experimental, representada por el Teatro de Ulises (que comenzó en 1928) y el Teatro de orientación (en 1932), activados por Xavier Villaurrutia, Salvador Novo y Celestino Gorostiza, y que culminaría con la obra de Rodolfo Usigli y continuaría con la de un nuevo grupo de dramaturgos, con Emilio Carballido a la cabeza. Por otro lado, entre los más destacados autores de teatro argentinos se encuentra Conrado Nalé Roxlo.
Ensayo
Los ensayistas posteriores al modernismo han sido muy activos, han adoptado una dirección nacionalista y más universal, y han ofrecido una gran variedad de puntos de vista intelectuales. La generación del Centenario de la Independencia de 1910 tuvo representantes como José Vasconcelos, conocido por su sueño utópico de una “raza cósmica” (La raza cósmica, 1925), el erudito dominicano Pedro Henríquez Ureña, autor de Ensayos en busca de nuestra expresión (1928) y Alfonso Reyes, supremo mexicano universal, humanista completo y autor de Visión de Anáhuac (1917). Por otro lado, el ensayista colombiano Germán Arciniegas sobresale como un cualificado intérprete de la historia en El continente de siete colores (1965) y el argentino Eduardo Mallea, autor de Historia de una pasión argentina (1935), destaca entre los novelistas de ese país.
Narrativa
A partir de comienzos de siglo, la novela latinoamericana en español ha experimentado un enorme desarrollo que ha pasado por tres fases: la primera, dominada por una gran concentración en temas, paisajes y personajes locales se vio seguida por otra en la que se produjo una extensa obra narrativa de carácter psicológico e imaginativo ambientada en escenarios urbanos y cosmopolitas, para llegar finalmente a una tercera en la que los escritores adoptaron técnicas literarias contemporáneas, que condujeron a un inmediato reconocimiento internacional y a un continuo y creciente interés por parte del mundo literario.
La narrativa de carácter regional tuvo en el argentino Ricardo Güiraldes, autor de Don Segundo Sombra (1926), la culminación de la novela de gauchos; al colombiano José Eustasio Rivera creador de La vorágine (1924), de la novela de la jungla y al venezolano Rómulo Gallegos Freire, autor de Doña Bárbara (1929), de la novela de las planicies. La revolución mexicana inspiró a novelistas como Mariano Azuela, autor de Los de abajo (1915), y a Gregorio López, que escribió El indio (1935). La situación de los indígenas atrajo el interés de numerosos escritores mexicanos, guatemaltecos y andinos, como el boliviano Alcides Arguedas, que trató el problema en Raza de bronce (1919), y el peruano Ciro Alegría, autor de El mundo es ancho y ajeno (1941), mientras que el diplomático guatemalteco Miguel Ángel Asturias, que recibió en 1966 el Premio Lenin de la Paz y en 1967 el Premio Nobel de Literatura, se reveló como un excelente autor de sátiras políticas en su obra El señor presidente (1946).
En Chile, Eduardo Barrios se especializó en novelas psicológicas como El hermano asno (1922), y Manuel Rojas se alejó de la novela urbana y cultivó una especie de existencialismo en Hijo de ladrón (1951). Otros escritores, entre los que se cuenta María Luisa Bombal, autora de la novela La última niebla (1934), cultivaron el género fantástico.
En Argentina, Manuel Gálvez escribió una novela psicológica moderna acerca de la vida urbana, Hombres en soledad (1938). En este país, así como en Uruguay, se desarrolló una rica corriente narrativa donde se hacía gran énfasis tanto en los aspectos psicológicos como fantásticos de la realidad. Así, el argentino Macedonio Fernández abordó el absurdo en Continuación de la nada (1944), mientras que Leopoldo Marechal escribió una novela simbolista, Adán Buenosayres (1948), y Ernesto Sábato una novela existencial, El túnel (1948). Jorge Luis Borges, por otro lado, fue en sus comienzos un poeta ultraísta y, más tarde, se convirtió en el escritor más importante de la Argentina moderna, especializado en la creación de cuentos (Ficciones, 1945), traducidos a numerosos idiomas. Colaboró en varias ocasiones con Adolfo Bioy Casares y despertó el interés por la novela policiaca complicada y por la literatura fantástica. Bioy Casares fue pionero en el terreno de la novela de ciencia-ficción con La invención de Morel (1940), y el uruguayo Enrique Amorim inauguró la novela policiaca larga con El asesino desvelado (1944). Otro de los escritores que obtuvieron inmediato reconocimiento internacional por su brillantez y originalidad fue el argentino Julio Cortázar, en especial debido a su antinovela experimental Rayuela (1963). Entre los autores uruguayos centrados en la novela psicológica urbana se encuentran Juan Carlos Onetti con El astillero (1961) y Mario Benedetti con La tregua (1960).
La nueva novela mexicana evolucionó a partir del crudo realismo como consecuencia de la influencia de escritores como James Joyce, Virginia Woolf, Aldous Huxley y, especialmente, John Dos Passos y William Faulkner. Con un escenario y una trama de carácter local, a la que añadieron nuevas dimensiones psicológicas y mágicas, José Revueltas escribió El luto humano (1943) y Agustín Yáñez Al filo del agua (1947). Juan Rulfo escribió en un estilo similar su Pedro Páramo (1955), mientras que Carlos Fuentes, en La región más transparente (1958), alterna lo puramente fantástico y psicológico con lo regional, y Juan José Arreola, autor de Confabulario (1952), destaca por sus fantasías breves, de carácter alegórico y simbólico. Otros novelistas han experimentado con técnicas multidimensionales, como, por ejemplo, Vicente Leñero, creador de Los albañiles (1964), y Salvador Elizondo, que escribió Farabeuf (1965).
Entre los restantes novelistas latinoamericanos que han escrito en español y que han conseguido reconocimiento internacional, el antiguo regionalismo ha sido superado por nuevas técnicas, estilos y perspectivas extremadamente variadas. La etiqueta estilística realismo mágico se puede aplicar a muchos de los más destacados narradores —aquellos capaces de descubrir el misterio que se esconde tras los acontecimientos de la vida cotidiana. El novelista cubano Alejo Carpentier añadió una nueva dimensión mitológica a la novela ambientada en la jungla en Los pasos perdidos (1953), al tiempo que su compatriota José Lezama Lima consiguió crear en Paradiso (1966) un denso mundo mitológico de complejidad neobarroca. Por otro lado, el peruano Mario Vargas Llosa descubrió a sus lectores variadas perspectivas escondidas en el aparentemente cerrado mundo de una academia militar en La ciudad y los perros (1962), mientras que el colombiano Gabriel García Márquez, galardonado con el Premio Nobel en 1982, se dio a conocer internacionalmente con su novela Cien años de soledad (1967), en la que, a través de una mágica e intemporal unidad, logró transcender el ámbito puramente local en el que se desarrolla la trama narrativa. Con la obra de estos escritores, la novela latinoamericana escrita en español no sólo alcanzó su mayoría de edad, sino que parece estar atrayendo la atención de un público internacional cada vez más numeroso.